Fuente Ovejuna | Salvador Cosío Gaona
2009-04-04 • Acentos
Estadísticas de organismos internacionales han revelado que la práctica del aborto en países subdesarrollados como México crece de manera significativa a la par del número de mujeres que pierden la vida al hacerlo, sin menoscabo del estrato social al que pertenezcan.
El debate sobre la regulación de un acto que amenaza con transformarse en un problema de salud pública, se ha desviado al amparo de silogismos radicales, descontextualizados, carentes de sustento y fundamento legal, empecinados en el involucramiento de voluntades personalísimas, religión, miedo, tabúes y falta de información.
Naciones del primer mundo han coincidido que sin dejar de garantizar el derecho innegable a la vida, el Estado tiene la responsabilidad irrestricta dentro de un adecuado marco legal, de regular e inhibir la práctica clandestina de un fenómeno que sancionado o no seguirá aconteciendo a la sombra de la impunidad y la corrupción.
La práctica clandestina del aborto significa un mercado de corrupción e impunidad que se sostiene con el ingreso ilícito de dinero que mantiene firme y en ascenso una red de complicidades que nadie sabe a ciencia cierta donde inicia y donde termina.
Es lamentable para quienes se jactan de incidir en las leyes subyugar su desempeño que debe ser representativo y general al reducir el debate a cuestiones éticas y religiosas.
Es aberrante que el motor de la discusión lo impulse el proceso electoral próximo con miras a conseguir las simpatías en una sociedad tradicionalista que todavía sucumbe ante la mordaz concuspicencia de algunos que desde el púlpito elevan la regulación de una práctica ilegal a la calidad de pecado para que el dogma lo sancione con pensas.
A pesar de que los legisladores jaliscienses se habían comprometido a discutir el asunto hasta pasadas las elecciones de julio, rompieron el acuerdo más por componendas de politiquería electorera que por interés en resolver un problema de salud pública.
Ante la recomendación de quien influye en las decisiones importantes de nuestro estado; los legisladores priistas, que le pusieron nombre y apellido al purpurado que motivó el cambio de opinión de los diputados, el Congreso legisló sin el consenso suficiente para aprobar una ley que en teoría debería ser de orden público, mientras que los perredistas decidieron lavarse las manos; lo que no los hace ajenos a la complicidad de que fueron parte.
Es entonces legislar a la vera de recomendaciones, compromisos e ideologías partidistas, antes que hacerlo frente la urgencia de normar un estado de derecho para una sociedad que se convulsiona entre lo legal y lo religioso.
salvador@salvadorcosio.org
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